Buffalo, NY – 6 de septiembre de 1901
El presidente de los Estados Unidos, William McKinley, fue víctima de un atentado mientras participaba en un evento público en la Exposición Panamericana, en Buffalo, Nueva York. El ataque ocurrió alrededor de las 4:07 p.m., durante una recepción en el Templo de la Música, donde el presidente saludaba a los asistentes.
El atacante, identificado como Leon Czolgosz, un hombre de 28 años y de ideología anarquista, se acercó a McKinley bajo el pretexto de estrecharle la mano. Según testigos en la escena, Czolgosz tenía una pistola oculta bajo un pañuelo blanco, con la cual disparó dos veces a corta distancia. El presidente cayó al suelo gravemente herido.
Inmediatamente después del atentado, el presidente fue trasladado a un hospital improvisado dentro de los terrenos de la exposición, donde un equipo médico lo operó de urgencia. A pesar de que inicialmente se creía que McKinley sobreviviría, las autoridades informaron que su estado es crítico debido a la falta de tecnología médica avanzada para tratar las heridas.
El atacante fue detenido en el lugar y ahora se encuentra bajo custodia. Czolgosz, quien aparentemente actuó solo, confesó el crimen, declarando que sentía odio hacia las instituciones y el gobierno. Su motivación parece estar ligada a las corrientes anarquistas que han ganado fuerza en algunos sectores radicales en los últimos años.
El país entero está conmocionado. Altos funcionarios del gobierno, incluidos miembros del gabinete y el vicepresidente Theodore Roosevelt, se han reunido en Buffalo para seguir de cerca la situación. Los mensajes de apoyo al presidente y de condena al ataque han llegado desde todos los rincones del mundo. Se han desplegado medidas de seguridad adicionales en la Casa Blanca y en varias ciudades importantes del país, ante el temor de posibles nuevos atentados.
Este ataque contra McKinley es visto como un atentado no solo contra su figura, sino contra la estabilidad política del país en un momento de creciente tensión social y económica. La nación espera con ansiedad nuevos reportes sobre el estado del presidente, mientras las autoridades continúan investigando si Czolgosz actuó en solitario o si el atentado es parte de un complot más amplio.
Actualización: A las 2:15 p.m. del 14 de septiembre, fuentes oficiales confirman que el presidente William McKinley ha fallecido a causa de complicaciones derivadas de sus heridas. El vicepresidente Theodore Roosevelt ha asumido la presidencia, prometiendo justicia y unidad para la nación en este momento de dolor.
Estaba sentado en mi celda cuando me dijeron que el presidente McKinley había muerto. No sentí nada. No alegría, ni culpa, ni tristeza. Solo una calma extraña, como si lo que había hecho ya no me perteneciera. Sabía que moriría por ello. Desde el momento en que apreté el gatillo, no me hice ilusiones de escapar. No quise. Lo hice porque era necesario. Porque alguien tenía que hacerlo.
Pensé que, al eliminar al presidente, ayudaría a que la gente abriera los ojos, a que vieran la verdad. ¿Qué importaba que McKinley fuera un buen hombre? Un hombre bueno, sí, pero parte de un sistema podrido, un gobierno que aplasta a los pobres, a los trabajadores, mientras él estrechaba manos y sonreía como si todo estuviera bien. ¿Cómo podía seguir viviendo sin hacer algo?
Al principio, en la cárcel, me preguntaban si sentía remordimientos. “No”, les decía. ¿Por qué habría de sentirlo? Sabía lo que hacía. Lo pensé durante mucho tiempo. No fue por odio a McKinley, sino por odio al poder, al gobierno que representa. Mis ideas anarquistas me habían mostrado el camino. Necesitaba hacer que el mundo lo viera.
Cuando escuché que McKinley agonizaba, me preguntaba si valdría la pena, si su muerte sería suficiente para encender la chispa. Pero la gente no parecía despertar. En lugar de rebelarse, lloraban por él. No lo entendían, estaban ciegos. Todo seguía igual.
El día que murió, la noticia me llegó en voz baja, como si no quisieran que me afectara. «McKinley ha muerto», dijeron, y yo simplemente asentí. Sabía que la cuerda se tensaba, que mi tiempo estaba contado, pero eso no me asustaba. Era el precio. Desde el momento en que disparé, lo supe. No me arrepiento. No de lo que hice, sino de lo que no sucedió después.
No me importa que me juzguen. ¿De qué sirve explicarles lo que hice? Nadie entendería. Me llaman asesino, monstruo. No importa. Yo soy parte de algo más grande. Cuando llegue mi hora, estaré listo. Pero ahora, mientras me siento en esta celda, me pregunto si el mundo alguna vez cambiará. Si ellos entenderán que McKinley no era el problema, sino el símbolo de todo lo que está mal. Pero tal vez, simplemente, no quieran verlo.